Elena Poniatowska
Los dones de Chiapas
Perdonen la nota personal en una ocasión tan solemne, pero quisiera afirmarles aquí, en la honorable Cámara de Diputados y frente al gobernador Juan Sabines, que le debo mucho a Chiapas. Hace cuatro años, mi hijo Mane, director de ciencias en la UAM Iztapalapa, se cruzó en un corredor de la facultad con uno de sus estudiantes chiapanecos, que le pidió: “¡Ay, maestro, sea buena onda, cómpreme un boleto para una rifa, no hay que ser!” Costaba dos pesos. Unos meses más tarde se enteró por Maribel, esposa de Giovanni Proiettis, maestro de la Universidad Autónoma de Chiapas que un tal doctor Emmanuel Haro Poniatowski se había sacado un automóvil y una casa de interés social en Tuxtla Gutiérrez. El coche es un maravilloso Nissan moradito y desde entonces su presencia en el barrio de Chimalistac nos remite a Tuxtla Gutiérrez, así como la casa, que los espera a todos ustedes con las puertas abiertas.
Desde hace más de 50 años recibo dones de Chiapas, no sólo cántaros, tejidos, libros de poemas del Taller Leñateros, sino lecciones de vida. Algún enamorado me llamaba Chulmetic, que quiere decir Lunita, pero yo nunca le dije Chultetic, que quiere decir Solecito. Hace 30 años también, Susana Alexander y yo venimos a Ocosingo a dar una conferencia sobre las mujeres que escriben, y al final, un muchacho de ojos muy inteligentes debajo de su sombrero campesino, reclamó: “Se le olvidó a usted el Segundo sueño, de Sor Juana Inés de la Cruz”, y sin más empezó a decirlo de memoria, mejor que Jesusa Rodríguez aquí presente.
Después he asistido a encuentros, conferencias en Tuxtla Gutiérrez, en San Cristóbal, en Comitán, e incluso en la selva Lacandona, en la que hablan los venados, los quetzales y los saraguatos. Admiré Palenque, Bonampak, Yaxchilán, Toniná e Izapa; pero lo que más me llamó la atención fue comprobar que en todo está la figura entrañable de Rosario Castellanos, esa niña que siempre acudió a los recursos de su imaginación y de joven fue confinada en un hospital para tuberculosos después de haber servido en el Instituto Nacional Indigenista (INI), que protegía a los lacandones. Rosario le dio vida a una marioneta, Petul, que animaba a los niños a lavarse los dientes. Sus personajes fueron el cepillo, el peine, el agua y el jabón.
Además de escribir los textos para el Teatro Petul y desandar toda la sierra, Rosario fraguó sus dos novelas y sus libros de cuentos que ahora son la esencia de Chiapas. Extraordinaria maestra, sus clases de las cuatro de la tarde en la Facultad de Filosofía y Letras sustituían lo que otros convertían en siesta y ella, reloj-alarma despertaba conciencias y forjaba vocaciones.
Rosario tendría hoy 85 años, puesto que nació el 25 de mayo de 1925. Delgada y frágil, su juventud fue solitaria como la de las mujeres de provincia que en los años 40 soportaban unas costumbres muy rígidas que condenan el amor y la entrega como pecado sin redención. Rosario se evadió de la soledad por el trabajo y eso la hizo sentirse solidaria con los demás y concentrarse en algo abstracto que no la lastimara, como más tarde lo harían el amor y la convivencia.
Curiosamente, la imagen del sauce a la que Rosario recurre a lo largo de su obra se asemeja a la imagen que Frida Kahlo nos entrega de su relación amorosa con Diego Rivera: “¿Ustedes creen que las márgenes de un río sufren por dejarlo correr?” Y a renglón seguido explica que ella es las márgenes del río Diego Rivera. Esta imagen la escoge Rosario voluntariamente: “Por nada cambiaría mi destino de sauce solitario extasiado en la orilla.
Inclinada en tu orilla, siento cómo te alejas.
Trémula como un sauce contemplo tu corriente
formada de cristales transparentes y fríos.
Huyen contigo todas las nítidas imágenes,
el hondo y alto cielo,
los astros imantados, la
vehemencia
ingrávida del canto.
Con un afán inútil mis ramas se despliegan,
se tienden como brazos en el aire
y quieren prolongarse en bandadas de pájaros
para seguirte a donde va tu cauce.
Eres lo que se mueve, el ansia que camina,
la luz desenvolviéndose, la voz que se desata.
Yo soy sólo la asfixia quieta de las raíces
hundidas en la tierra tenebrosa y compacta.”
La obra de Rosario Castellanos es una autobiografía que ella exhibió sin esconder siquiera una traqueotomía, huella imborrable de un momento en que volvió el rostro a la pared.
“No me toques el brazo izquierdo. Duele
de tanta cicatriz.
Dicen que fue un intento de suicidio
Pero yo no quería más que dormir
Profunda, largamente, como duerme
La mujer que es feliz.”
Su vida es el mejor alegato para que todas las mujeres que tienen alguna vocación creativa confíen en sí mismas.
De Chiapas sale toda la obra de Rosario Castellanos.
En los Altos de Chiapas, Rosario no sólo produce sus novelas y sus libros de cuentos; la mayoría de sus poemas reflejan su diálogo con las lavanderas del Grijalva, las escogedoras de café en el Soconusco, las tejedoras de Zinacantán, las palmeras y la madera con la que hacen la marimba. Su literatura es un cántico a la mujer que vende flores en la plaza, al cofre de cedro, a la ceiba, al cántaro de Amatenango.
Una mañana, en Chiapas, unos visitantes se extrañaron al ver que un campesino iba montado con su haz de leña a lomo de burro mientras su mujer caminaba tras él, con su leña en los hombros. Cuando le preguntaron por qué la mujer iba a pie, respondió:
–Es que ella no tiene burro.
Rosario, que creía que las mujeres de su patria no tienen burro, ahora se asombraría al ver que entre los reclamos de las mujeres y comandantes zapatistas está la exigencia de elegir al marido, mirarlo a los ojos, manejar un automóvil y tener los hijos que quieren y pueden cuidar.
Rosario Castellanos murió en la forma más absurda, al tratar de conectar una lámpara en su casa de Tel Aviv. La descarga eléctrica la mató y falleció solita, a bordo de la ambulancia que la llevaba al hospital. Nadie la vio, nadie la acompañó. Al irse, se llevó su memoria, su risa, todo lo que ella era, su modo de ser río, de ser adiós y nunca. En Israel, le rindieron grandes honores a la embajadora, a la escritora, a la amiga de Golda Meier. En México, la enterramos bajo la lluvia, la convertimos en parque público, en escuela, en lectura para todos, la devolvimos a la tierra. En el fondo, Rosario entretejió el hilo de la muerte en casi todos los actos de su vida, los cotidianos y los literarios. Había en ella algo inasible, un andar presuroso, un tránsito que iba de la risa al llanto, del corredor a la mesa de escribir, un ir y venir de sus clases en la Facultad de Filosofía y Letras a su casa en la calle de Constituyentes; una premura, un ansia que punzaba sin mañana y sin noche. Muchas veces anunció que se iba a morir:
“Yo no voy a morir de enfermedad
ni de vejez, de angustia o de cansancio.
Voy a morir de amor, voy a entregarme
al más hondo regazo.
Ya no tendré vergüenza de estas manos vacías
ni de esta celda hermética que se llama Rosario.
En los labios del viento he de llamarme
árbol de muchos pájaros.”
La medalla Rosario Castellanos, con la que hoy me honran en este recinto, no es sólo una distinción, sino un compromiso que invita a ser el árbol de los pájaros que ya no cantan, porque en nuestro país la única voz que se escucha es la de las armas. Rosario las condenó en 1968 en su Memorial de Tlatelolco y las condenaría de nuevo en esta época oscura en la que la luz más frecuente es la de los fogonazos. Rosario, que vivió entre estudiantes, hoy se quedaría fría ante las cifras que confirman que 10 millones de jóvenes de entre 19 y 23 años no estudian ni trabajan, y ante la falta de oportunidades les pediría no dejarse vencer, erigirse en jueces inapelables de sí mismos, de su sociedad y de su país y mirar de frente al sol, porque “después de todo, amigos, esta vida no puede llamarse desdichada”, y porque los muchachos son nuestra esperanza y sólo ellos pueden enseñarnos ese “otro modo de ser humano y libre” que tanto anheló la gran escritora chiapaneca Rosario Castellanos.