La Jornada, 27 de junio de 2010
Arnaldo Córdova
Conservadurismo e incompetencia
Siempre ha sorprendido la tendencia profundamente conservadora de los integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Se entiende, jurídica y políticamente, que así sea, porque la misión de la Corte es, ante todo, mantener incólume el ordenamiento jurídico del país. Se entiende, pero no se justifica. De los tres poderes de la Unión, el encargado de salvaguardar el orden constitucional y, desde luego, la justicia para todos, es el Judicial Federal. Que el conservadurismo de la Corte llegue a denegar sistemáticamente la justicia es inaceptable. La mayoría de las veces, hacer justicia implica ir más allá de lo que existe y más allá de lo que merece ser conservado.
Si a lo anterior agregamos una persistente muestra de incompetencia y hasta de ignorancia para resolver los problemas de la justicia, la cosa se vuelve atroz. Que en la Corte se haga política y se tomen decisiones políticas no debería extrañarnos. Se trata de un poder político integrante del Estado federal. Que hacer política signifique encubrir designios extraños a la justicia o intereses ajenos al interés público es, simplemente, deleznable. Si al menos se hiciera inteligentemente, pero no es así. Se peca no sólo de numerosas sinrazones, sino de una indecente impericia y de una flagrante ignorancia.
En el pasado, como nadie se ocupaba de ese alto tribunal, la cuestión no pasaba a mayores. Ahora es otra cosa. Veamos el contenido del segundo párrafo del artículo 97 que establece que la Corte podrá nombrar a alguno o algunos de sus miembros o a algunos jueces o magistrados o comisionados especiales y a petición del Ejecutivo federal, alguna de las cámaras del Congreso o el gobernador de algún estado, “únicamente para que averigüe algún hecho o hechos que constituyan una grave violación de alguna garantía individual”. También podrá solicitar que el Consejo de la Judicatura averigüe a jueces o magistrados federales.
Qué querrá decir “averiguar” no es problema. Es investigar y es la palabra que se prefiere hoy en día. El texto original de la Constitución de 1917 introdujo la cuestión, al estipular que los designados serían nombrados para que “averiguaran” únicamente “la conducta de algún juez o magistrado federal o algún hecho o hechos que constituyan la violación de alguna garantía individual o la violación del voto público o algún otro delito castigado por la ley federal”. La imperfección del texto era notoria y lo peor de todo fue que nadie la cuestionó. ¿Para qué se metió en honduras el Constituyente al estatuir semejante institución? Qué se ganaba con ello era claro: preservar las garantías individuales y el voto público o actuar contra delitos. La pregunta era y sigue siendo, ¿para qué?
No se puede hacer otra cosa más que suponer. El fin de dicha “averiguación” no implica, de ningún modo, juzgar, lo que es el resultado de un juicio en forma y aquí no se trata de un juicio, sino, precisamente, de una “averiguación”. Pero averiguar por averiguar no conduce a nada. Debe haber algún fin, cosa que no se indica en el precepto constitucional, pero debe haberlo, pues, si no, no tiene caso averiguar. Estas cuestiones deberían haberlas discutido los mismos ministros de la Corte a través del tiempo desde 1917, pero nunca lo hicieron. El ministro Arturo Zaldívar, en su dictamen sobre el informe de los hechos del caso ABC, apunta, por primera vez, al objetivo: señalar, no juzgar, responsable o responsables de los hechos que se averiguan. Sí, en efecto, no podría haber otro fin.
Qué seguiría después de señalar responsables es otra materia. Los responsables, como ocurre después de un juicio de procedencia o juicio político, en un auténtico Estado de derecho, deberían ser sometidos a juicio. El asunto aquí entraña varios problemas que no han sido precisados en el debate a que ha dado lugar la ponencia de Zaldívar. El mismo ministro ha dado lugar a que se le ataque por los flancos cuando pretende justificar la “averiguación” como una “condena moral y política” de los responsables. La Corte, como atinadamente lo señala José Woldenberg, no es ningún “tribunal moral” y, la verdad sea dicha, su función no tiene nada que ver con la moral como los moralizadores de todas la materias sociales lo vienen pregonando.
Sólo que los ministros que se lo reprocharon a Zaldívar lo hicieron sólo por conservadurismo (por el prurito de no entrar en conflicto con los demás poderes de la Unión, se justificaron), sino también por incompetencia. “La Corte no puede ser juez y parte”, se dijo con ignominiosa ignorancia, sin que ninguno entendiera de verdad de qué se trata. No se trata de ningún juicio, hay que repetirlo una y otra vez. Se trata de una “averiguación” para señalar o establecer responsables probados de violaciones a las garantías individuales, los que, luego, podrán ser sometidos a juicio. Muchos piensan que se trata de una atribución que no tiene ningún asidero y, además, ningún fin aceptable en derecho. Se equivocan.
Al otorgar esa facultad investigadora a la Corte, el Constituyente del 17 no quiso erigir ningún poder extraño al orden constitucional, sino reforzar su poder de control constitucional con una facultad específica que le permitiera investigar y señalar responsables de violaciones graves a las garantías individuales (y, originalmente también, de delitos), sin juzgar ni condenar. Mi referencia anterior al juicio político, por si no se entendió, iba dirigida a encontrar el mejor símil. No se juzga, aunque hay un proceso interno para fijar responsabilidades. Sólo se fijan esas responsabilidades y, después, un juez determinará la penalidad del caso.
Una de las muchas necedades que se han dicho en este debate, aparte de atribuir a la Corte la naturaleza de un tribunal “moral”, es la de negar que la misma sea un poder político y que sus determinaciones sean, como tales, de carácter político. El control de constitucionalidad, que es propio de ella, es una facultad política y no jurídica ni, mucho menos, moral. Implica que la Corte vela porque todos, dentro del orden público, cumplan con lo que señala la Carta Magna y se apeguen en sus funciones y facultades a lo que ella dispone. El investigar o “averiguar” hechos susceptibles de ser violadores de los derechos humanos por parte de algún funcionario, cualquiera que sea su categoría, es una facultad de control de constitucionalidad.
En su determinación sobre el dictamen del ministro Arturo Zaldívar, la Corte abdicó claramente de esa facultad y fue incapaz de dilucidar su propia función como garante de la Constitución y sus leyes. Es un baldón que la exhibe de cuerpo entero. Nunca como ahora se vio a cada uno de sus ministros enseñar el cobre, sus prejuicios, sus intereses y también su ignorancia del derecho. Desde luego que a un cuerpo colegiado como ése no podría entregársele la moralidad del país. No sólo falló como órgano investigador, sino además como órgano de equidad, que es lo menos que podría esperarse de un tribunal del que depende la salvaguardia del estado de derecho entre nosotros.